Vierte lento
sobre el adoquín de mis recuerdos
la sal de plata
desde el centro
de mi entraña.
No volverán tus ojos tibios
a comerse mi mirada,
ni tu piel nublada
a aclararse en la
transparencia de
mi piel calada,
que lloraba al roce
de la danza suave
de tus dedos.
El deseo y el recuerdo,
juntos, cavan un sepulcro
para esconder tu nombre
en lo más profundo
de mi alma
y se acalla el grito
que silente llama
al sordo orgullo
de tu alma...
En el atardecer marchito
recargo pesada la nostalgia,
cubierta la memoria
en la sábana de tu
escencia parca,
y revolotea incansable
la pregunta en el
pensamiento inerte;
¡En que dimensión
existirá el tiempo
en que te encuentre...?
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